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  • Teología del amor

61. La castidad conyugal

61. La castidad conyugal


El amor es la fuerza que se le da al hombre para participar en el amor con que Dios mismo ama en el misterio de la creación y de la redención. Si las fuerzas de la concupiscencia intentan separar el «lenguaje» del cuerpo de la verdad, es decir, tratan de falsificarlo, en cambio, la fuerza del amor lo corrobora siempre de nuevo en esa verdad, a fin de que el misterio de la redención del cuerpo pueda fructificar. El amor, como fuerza superior que el hombre y la mujer reciben de Dios, juntamente con la «consagración» del sacramento del matrimonio deben salvaguardar la unidad indivisible de los «dos significados del acto conyugal, de los que trata la Encíclica (Humanæ vitæ, 12), es decir, proteger tanto el valor de la verdadera unión de los esposos (esto es, de la comunión personal), como el de la paternidad y maternidad responsables (en su forma madura y digna del hombre).

El amor como elemento clave de la espiritualidad de los esposos (cf. Humanæ vitæ, 20), está por su naturaleza unido con la castidad que se manifiesta como dominio de sí, o sea, como continencia periódica. La «continencia», que forma parte de la virtud más general de la templanza, consiste en la capacidad de dominar, controlar y orientar los impulsos de carácter sexual. Esta capacidad, en cuanto a disposición constante de la voluntad, merece ser llamada virtud.


La virtud de la continencia (dominio de sí), se manifiesta como condición fundamental tanto para que el lenguaje recíproco del cuerpo permanezca en la verdad, como para que los esposos «estén sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21). Esta invitación a que estén «sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21), parece abrir el espacio interior en que ambos se hacen cada vez más sensibles a los valores más profundos que están en conexión con el significado nupcial del cuerpo y con la verdadera libertad del don.


Si la castidad conyugal (y la castidad en general) se manifiesta, en primer lugar, como capacidad de resistir a la concupiscencia de la carne, luego gradualmente se revela como capacidad de percibir, amar y realizar esos significados del «lenguaje del cuerpo», que permanecen totalmente desconocidos para la concupiscencia misma y que progresivamente enriquecen el diálogo nupcial de los cónyuges, purificándolo y, a la vez, simplificándolo. Por esto, la ascesis de la continencia, de la que habla la Encíclica (Humanæ vitæ, 21) no comporta el empobrecimiento de las «manifestaciones afectivas», sino que más bien las hace más intensas espiritualmente, y, por lo mismo, comporta su enriquecimiento.


Algunos plantean la objeción que existiría «contradicción» entre los dos significados del acto conyugal, el unitivo y el procreador (cf. Humanæ vitæ), ya que los cónyuges se verían privados del derecho a la unión conyugal, cuando no pudieran responsablemente permitirse procrear. La Encíclica «Humanæ vitæ» da respuesta a esta aparente «contradicción», si se la estudia profundamente. El Papa Pablo VI, en efecto, confirma que no existe tal «contradicción», sino sólo una «dificultad» vinculada a toda la situación interior del «hombre de la concupiscencia». Precisamente por razón de esta «dificultad», se asigna al compromiso interior y ascético de los esposos el verdadero orden de la convivencia conyugal, al cual son «corroborados y como consagrados» (Humanæ vitæ, 25) por el sacramento del matrimonio.


El orden de la convivencia conyugal significa, además, la armonía entre la paternidad (responsable) y la comunión personal, armonía creada por la castidad conyugal. A través de la castidad el acto conyugal adquiere la importancia y dignidad que le son propias en su significado potencialmente procreador y simultáneamente adquieren un adecuado significado todas las «manifestaciones afectivas» (Humanæ vitæ, 21), que sirven para expresar la comunión personal de los esposos. El acto conyugal es también una «manifestación de afecto» (Humanæ vitæ, 16), pero una «manifestación de afecto» especial, porque, al mismo tiempo tiene un significado potencialmente procreador.


La finalidad de la castidad conyugal, y, más precisamente aún, la de la continencia, no está sólo en proteger la importancia y la dignidad del acto conyugal en relación con su significado potencialmente procreador, sino también en tutelar la importancia y la dignidad propias del acto conyugal en cuanto que es expresivo de la unión interpersonal, descubriendo en la conciencia y en la experiencia de los esposos todas las otras posibles «manifestaciones de afecto», que expresan su profunda comunión.

Reflexión: ¿Considero que vale la pena descubrir los valores más profundos que enriquecen el diálogo nupcial de los cónyuges? ¿Es la virtud de la continencia útil en otras esferas de la vida?

Texto preparado y distribuido por los esposos Maria Carolina Ochoa y Germán Gutiérrez






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