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  • Teología del amor

47. El origen y porvenir del hombre

Actualizado: 17 nov 2019

El matrimonio, como sacramento primordial y a la vez como sacramento que brota en el misterio de la redención del cuerpo del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia, «viene del Padre». En consecuencia, también el matrimonio, como sacramento, constituye la base de la esperanza para la persona, esto es, para el hombre y para la mujer, para los padres y para los hijos, para las generaciones humanas. Con el matrimonio está vinculado el origen del hombre en el mundo, y en él está también grabado su porvenir, y esto no sólo en las dimensiones históricas, sino también en las escatológicas. El matrimonio, como sacramento, lleva consigo también el germen del futuro escatológico del hombre ya que a pesar de que «En la resurrección... ni se casarán ni se darán en casamiento» (Mt 22, 30) los que, «siendo hijos de la resurrección... son semejantes a los ángeles y... son hijos de Dios» (Lc 20, 36), deben su propio origen en el mundo visible temporal al matrimonio y a la procreación del hombre y de la mujer. El matrimonio, como sacramento del «principio» humano, como sacramento de la temporalidad del hombre histórico, realiza de este modo un servicio insustituible respecto a su futuro extra-temporal, respecto al misterio de la «redención del cuerpo» en la dimensión de la esperanza escatológica. Si este «mundo pasa», y si con el pasan también la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida, que proceden «del mundo», el matrimonio como sacramento sirve inmutablemente para que el hombre, varón y mujer, dominando la concupiscencia, cumpla la voluntad del Padre. Y «el que hace la voluntad de Dios, permanece para siempre». (1 Jn 2, 17).


El autor de la Carta a los Efesios, dirigiéndose a los esposos, les exhorta a plasmar su relación recíproca sobre el modelo de la unión nupcial de Cristo y de la Iglesia: «Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla...» (Ef 5, 25-26). A la luz de la Carta a los Efesios -precisamente por medio de la participación en este amor salvífico de Cristo- se confirma y a la vez se renueva el matrimonio como sacramento del «principio» humano, es decir, sacramento en el que el hombre y la mujer, llamados a hacerse «una sola carne», participan en el amor creador de Dios mismo. Y participan en él tanto por el hecho de que, creados a imagen de Dios, han sido llamados en virtud de esta imagen a una particular unión (communio personarum), como porque esta unión ha sido bendecida desde el principio con la bendición de la fecundidad (cf. Gén 1, 28).


Esa originaria y estable forma del matrimonio se renueva cuando los esposos lo reciben como sacramento de la Iglesia, beneficiándose de la nueva profundidad de la gratificación del hombre por parte de Dios, que se ha revelado y abierto con el misterio de la redención, porque «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a ella, para santificarla...» (Ef 5, 25-26). Se renueva cuando los esposos cristianos, conscientes de la auténtica profundidad de la «redención del cuerpo» se unen «en el temor de Cristo» (Ef 5, 21).


La imagen paulina del matrimonio, asociada al «misterio grande» de Cristo y de la Iglesia, aproxima la dimensión redentora del amor a la dimensión nupcial. En cierto sentido, une estas dos dimensiones en una sola. Cristo ha desposado a la Iglesia, porque «se entregó por ella» (Ef 5, 25). El hombre debe buscar el sentido de su existencia y el sentido de su humanidad, llegando hasta el misterio de la creación a través de la realidad de la redención. Ahí se encuentra también la respuesta esencial al interrogante sobre el significado del cuerpo humano. La unión de Cristo con la Iglesia nos permite entender de qué modo el significado nupcial del cuerpo se completa con el significado redentor, y esto en los diversos caminos de la vida y en las distintas situaciones: no sólo en el matrimonio o en la «continencia» (o sea, virginidad o celibato), sino también, por ejemplo, en el multiforme sufrimiento humano, más aún: en el mismo nacimiento y muerte del hombre. ¿Acaso no es el amor nupcial, con el que Cristo «amó a la Iglesia», su Esposa, «y se entregó por ella», de idéntico modo la más plena encarnación del ideal de la «continencia por el reino de los cielos» (cf. Mt 19,12)?


Fuente: Tomado de Teología del Cuerpo de Juan Pablo II


Reflexión: «Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla...». Teniendo en cuenta la frase anterior, ¿Qué debo hacer en mi relación matrimonial para, a partir de mi amor y entrega, santificar a mi cónyuge?

Texto preparado y distribuido por los esposos Maria Carolina Ochoa y Germán Gutiérrez














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