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  • Teología del amor

33. La fuerza de la redención del cuerpo

«El célibe se cuida de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor» (1Cor 7,32), en esta expresión «cosas del Señor» quiere decir ante todo el reino de Cristo, su Cuerpo que es la Iglesia (Col 1, 18) y cuanto contribuye al crecimiento de ésta. El hombre procura agradar siempre a la persona amada por tanto, el «agradar a Dios» no carece de este carácter que distingue la relación interpersonal entre los esposos. «Agradar a Dios» es sinónimo de vida en gracia de Dios, o sea, de quien se comporta según su voluntad para serle agradable. San Juan la aplica a Cristo: «Yo hago siempre lo que es de su agrado [del Padre]» (Jn 8, 29). «Agradar a Dios», es entendido en el Nuevo Testamento como seguir las huellas de Cristo.

En uno de los últimos libros de la Sagrada Escritura, la expresión «agradar a Dios» llega a ser una síntesis teológica de la santidad. La «santidad» es un estado más bien que una acción, según la concepción bíblica, especialmente en el Antiguo Testamento es una «separación» de lo que no está sujeto a la influencia de Dios, lo que es «profanum» a fin de pertenecer exclusivamente a Dios. Lo que está ofrecido a Dios debe distinguirse por la pureza moral y, por tanto, presupone un comportamiento «sin mancha ni arruga», «santo e inmaculado» según el modelo virginal de la Iglesia que está ante Cristo (Ef 5, 27).

En la llamada a la continencia «por el reino de los cielos», primero los mismos discípulos y luego toda la Tradición viva descubrirán muy pronto el amor que se refiere a Cristo mismo como Esposo de la Iglesia y Esposo de las almas, a las que Él se ha entregado hasta el fin en el misterio de su Pasión y en la Eucaristía. El perfecto amor conyugal debe estar marcado por la fidelidad y la donación al único Esposo (o única Esposa) sobre las cuales se fundan la profesión religiosa y el celibato sacerdotal. En definitiva, la naturaleza de uno y otro amor es «esponsalicia», es decir, expresada a través del don total de sí. El amor esponsalicio que encuentra su expresión en la continencia «por el reino de los cielos», debe llevar a «la paternidad» o «maternidad» espiritual, es decir, a la «fecundidad del Espíritu Santo»; de manera análoga al amor conyugal que madura en la paternidad y maternidad física y en ellas se confirma precisamente como amor esponsalicio.

Si alguno elige el matrimonio, debe elegirlo tal como fue instituido por el Creador «desde el principio», debe buscar en él los valores que corresponden al designio de Dios y si alguno decide seguir la continencia por el reino de los cielos, debe buscar en ella los valores propios de esta vocación. En otros términos: debe actuar conforme a la vocación elegida. El que toma la decisión de la continencia «por el reino de los cielos»: debe realizar esta decisión, sometiendo el estado pecaminoso de la propia humanidad a las fuerzas que brotan del misterio de la redención del cuerpo. Debe hacerlo como todo hombre, que no tome esta decisión y su camino sea el matrimonio. Sólo es diverso el género de responsabilidad por el bien elegido, como es diverso el género mismo del bien elegido.

Mientras el matrimonio está ligado a la escena de este mundo que pasa y por lo tanto impone, en un cierto sentido la necesidad de «encerrarse» en esta caducidad; la abstención del matrimonio, en cambio, está libre -se puede decir- de esa necesidad. Pablo dirá de los que eligen el matrimonio que hacen «bien», y, de todos los que están dispuestos a vivir la continencia voluntaria, dirá que hacen «mejor» (1Cor 7, 38). La superioridad evangélica y auténticamente cristiana de la virginidad, de la continencia, está dictada consiguientemente por el reino de los cielos.

El don que reciben las personas que viven en el matrimonio es distinto del que reciben las personas que viven en virginidad y han elegido la continencia por el reino de Dios no obstante, es verdadero «don de Dios», don «propio», destinado a personas concretas, y «específico», o sea, adecuado a su vocación de vida. En una y en otra vocación-, actúa ese «don, es decir, la gracia que hace que el cuerpo se convierta en «templo del Espíritu Santo» y que permanezca tal, así en la virginidad (en la continencia), como también en el matrimonio, si el hombre se mantiene fiel al propio don y, en conformidad con su estado, no «deshonra» este «templo del Espíritu Santo», que es su cuerpo.


Fuente: Tomado de Teología del Cuerpo de Juan Pablo II


Reflexión: ¿Somos conscientes del valor de la castidad de nuestros sacerdotes, religiosas y en general, de todos los llamados a la vida consagrada? ¿Qué papel tenemos nosotros en la fidelidad de ellos a su llamado a vivir anticipadamente la vida escatológica?


Texto preparado y distribuido por los esposos Maria Carolina Ochoa y Germán Gutiérrez







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