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  • Teología del amor

29. La verdad de la resurrección

La misma respuesta de Cristo a los saduceos sobre el caso de los siete hermanos, en la versión de Lucas introduce algunos elementos que no se hallan ni en Mateo ni en Marcos. He aquí el texto: «Díjoles Jesús: Los hijos de este siglo toman mujeres y maridos. Pero los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos, ni tomarán mujeres ni maridos, porque ya no pueden morir y son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc 20, 34-36). Ese «otro siglo», que según la Revelación es «el reino de Dios», es también la definitiva y eterna «patria» del hombre (Flp 3, 20) es la «casa del Padre» (Jn 14, 2). «Ni tomarán mujeres ni maridos» parece afirmar, a la vez, que los cuerpos humanos, recuperados y renovados en la resurrección, mantendrán su peculiaridad masculina o femenina y que el sentido de ser varón o mujer en el cuerpo en el «otro siglo» se constituirá y entenderá de modo diverso del que fue desde «el principio» ya que el matrimonio y la procreación pierden, por decirlo así, su razón de ser.


El enunciado de Mateo y Marcos de que «serán como ángeles en los cielos» permite deducir una espiritualización del hombre según una dimensión diversa de la de la vida terrena (e incluso diversa de la del mismo «principio»). Es obvio que aquí no se trata de transformación de la naturaleza del hombre en la angélica o puramente espiritual. El contexto indica claramente que el hombre conservará en el «otro siglo» la propia naturaleza humana. Si fuese de otra manera, carecería de sentido hablar de resurrección. Resurrección significa restitución a la verdadera vida de la corporeidad humana, que fue sometida a la muerte en su fase temporal, significa una nueva sumisión del cuerpo al espíritu. La resurrección da testimonio, al menos indirectamente, de que el cuerpo humano no está sólo temporalmente unido con el alma (como su «prisión» terrena, cual juzgaba Platón), sino que juntamente con el alma constituye la unidad e integridad del ser humano como enseñaba Aristóteles. Si Santo Tomás aceptó en su antropología la concepción de Aristóteles, lo hizo teniendo a la vista la verdad de la resurrección.


En la vida terrena, el dominio del espíritu sobre el cuerpo, como fruto de un trabajo perseverante sobre sí mismo, puede expresar una personalidad espiritualmente madura; sin embargo, no quita la posibilidad de su recíproca oposición. La verdad sobre la resurrección afirma con claridad que la perfección escatológica y la felicidad del hombre no pueden ser entendidas como un estado del alma sola, separada del cuerpo, sino como el estado del hombre definitivo y perfectamente «integrado», a través de una unión tal del alma con el cuerpo, que asegura definitivamente esta integridad perfecta. Se podría hablar aquí incluso de un sistema perfecto de fuerzas entre lo que en el hombre es espiritual y corpóreo, fuerzas que se encuentran en desequilibrio en el hombre «histórico», desequilibrio que se manifiesta en las bien conocidas palabras de San Pablo: «Siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente» (Rom 7, 23). El hombre «escatológico» estará libre de esa «oposición».

Los «hijos de la resurrección» -como leemos en Lucas 20, 36 no sólo «son semejantes a los ángeles», sino que también «son hijos de Dios». De aquí se puede sacar la conclusión de que el grado de la espiritualización tendrá su fuente en el grado de su «divinización», incomparablemente superior a la que se puede conseguir en la vida terrena. Esta nueva espiritualización será fruto de la gracia, esto es, de la comunicación de Dios, en su misma divinidad, no sólo al alma, sino a todo el hombre. Esa divinización se entiende no sólo como un «estado interior» del hombre, capaz de ver a Dios «cara a cara», sino también como una nueva formación del hombre a medida de la unión con Dios en su misterio trinitario. La «divinización» en el «otro mundo» aportará al espíritu humano una tal «gama de experiencias» de la verdad y del amor, que el hombre nunca habría podido alcanzar en la vida terrena.


La comunión escatológica del hombre con Dios estará alimentada por la visión «cara a cara» de esa comunión más perfecta que es la comunión trinitaria de las Personas divinas. El amor en la comunión de las tres Personas divinas puede encontrar una respuesta en los que llegarán a ser partícipes del «otro mundo», únicamente a través de la realización de la comunión recíproca proporcionada a personas creadas.


La vida eterna hay que entenderla como plena y perfecta experiencia de la gracia de Dios. Esta «experiencia escatológica» del Dios viviente le descubrirá, de modo vivo, la «comunicación» de Dios a toda la creación y, en particular, al hombre; lo cual es el «don» más personal de Dios al hombre: a ese ser, que desde el principio lleva en sí la imagen y semejanza de Él. El don de sí mismo por parte de Dios al hombre es absolutamente superior a toda experiencia propia de la vida terrena y el don de sí mismo del hombre a Dios será su respuesta.


Fuente: Tomado de Teología del Cuerpo de Juan Pablo II


Reflexión: Partiendo de la frase: “En la vida terrena, el dominio del espíritu sobre el cuerpo, como fruto de un trabajo perseverante sobre sí mismo, puede expresar una personalidad espiritualmente madura”, ¿Consideramos que tenemos una personalidad espiritualmente madura? ¿Qué podemos hacer para mejorar en este campo?


Texto preparado y distribuido por los esposos Maria Carolina Ochoa y Germán Gutiérrez







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