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  • Teología del amor

24. La subordinación de la libertad al amor

Una de las manifestaciones de la vida «según el Espíritu» es el comportamiento conforme a la virtud de la pureza de la que habla Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses donde leemos «La voluntad de Dios es vuestra santificación; que os abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa mantener el propio cuerpo en santidad y honor, no como objeto de pasión libidinosa, como los gentiles, que no conocen a Dios» (1 Tes 4, 3-5). «Que no nos llamó Dios a la impureza, sino a la santidad. Por tanto, quien estos preceptos desprecia, no desprecia al hombre, sino a Dios, que os dio su Espíritu Santo» (1 Tes 4, 7-8). El que Pablo se refiera a que el hombre «sepa mantener el propio cuerpo en santidad y respeto, no con afecto libidinoso» hace ver que la pureza es una «capacidad», una actitud, y en este sentido, es virtud que obviamente debe estar arraigada en la voluntad.


Si la pureza, según la enseñanza paulina, es un aspecto de la «vida según el Espíritu», esto quiere decir que en ella fructifica el misterio de la redención del cuerpo. El hecho de que hayamos «sido comprados a precio» (1 Cor 6, 20), esto es, al precio de la redención de Cristo, hace surgir precisamente el deber moral de «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto» lo cual se realiza mediante la abstención de la «impureza» y fructifica en la experiencia más profunda de ese amor que ha sido grabado desde el «principio», según la imagen y semejanza de Dios. La pureza es una variante de la virtud de la templanza. La finalidad de la pureza es no sólo (y no tanto) la abstención de la «impureza» y de lo que a ella conduce, sino, al mismo tiempo, el mantenimiento del propio cuerpo e, indirectamente, también del de los otros con «santidad y respeto». Estas dos funciones, la «abstención» y el «mantenimiento» están estrechamente ligadas y son recíprocamente dependientes. Requiere la superación de algo que actúa en el hombre, sobre todo, en el ámbito de los sentidos, pero muy frecuentemente no sin repercusiones en la dimensión afectivo-emotiva.


Según las palabras de Cristo, la verdadera «pureza» (como también la «impureza») en sentido moral proviene «del corazón» humano. Pablo, cuando habla de la necesidad de hacer morir a las obras del cuerpo con la ayuda del Espíritu, expresa precisamente aquello de lo que Cristo habló en el sermón de la montaña, haciendo una llamada al corazón humano. Esta superación, o sea, el «hacer morir las obras del cuerpo con la ayuda del «espíritu», es condición indispensable de la «vida según el Espíritu», esto es, de la «vida» que es antítesis de la «muerte», de la que se habla en el mismo contexto. La vida «según la carne», en efecto, tiene como fruto la «muerte», es decir, lleva consigo como efecto la «muerte» del Espíritu. El término «muerte» no significa solo muerte corporal, sino también el pecado, al que la teología moral llamará mortal.


Desde el punto de vista bíblico, la «pureza del corazón» significa la libertad de todo género de pecado y no sólo de los que se refieren a la «concupiscencia de la carne». Las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña son realistas, no tratan de hacer volver el corazón humano al estado de inocencia originaria, que el hombre dejo ya detrás de sí; le señalan, en cambio, el camino hacia una pureza de corazón, que le es posible y accesible. El hombre interior debe abrirse a la vida según el Espíritu, para que participe de la pureza de corazón evangélica: para que vuelva a encontrar y realice el valor del cuerpo, liberado de los vínculos de la concupiscencia mediante la redención.

En todo lo que es manifestación de la vida y del comportamiento según el Espíritu, Pablo ve al mismo tiempo la manifestación de esa libertad, con la que Cristo «nos ha liberado» (Gál 5, 13). Escribe precisamente así: «Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad. Porque toda la ley se resume en este solo precepto: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5, 13-14). Si «toda la ley» del Antiguo Testamento «halla su plenitud» en el mandamiento del amor, la dimensión del nuevo ethos evangélico no es más que una llamada dirigida a la libertad humana, a su realización plena y, en cierto sentido, a la más plena «utilización» de la potencialidad del espíritu humano.


Podría parecer que Pablo contraponga solamente la libertad a la ley y la ley a la libertad. Sin embargo, un análisis profundo del texto demuestra que San Pablo, en la Carta a los Gálatas, subraya ante todo la subordinación ética de la libertad a ese elemento en el que se cumple toda la ley, o sea, al amor, que es el mandamiento más grande del Evangelio. «Cristo nos ha liberado para que seamos libres», precisamente en el sentido en que Él nos lo ha manifestado. Entender así la vocación a la libertad («Vosotros... hermanos, habéis sido llamados a la libertad», Gál 5, 13), significa configurar el ethos, en el que se realiza la vida «según el Espíritu».


Cristo ha realizado y manifestado la libertad que encuentra la plenitud en la caridad, la libertad, gracias a la cual, estamos «los unos al servicio de los otros»; en otras palabras: la libertad que se convierte en fuente de «obras» nuevas y de «vida» según el Espíritu. La antítesis y la negación de este uso de la libertad tiene lugar cuando esta se convierte para el hombre en «un pretexto para vivir según la carne». Quien vive «según la carne», deja de ser capaz de esa libertad para la que «Cristo nos ha liberado»; deja también de ser idóneo para el verdadero don de si, que es fruto y expresión de esta libertad y que está ligado con el significado esponsalicio del cuerpo.


Fuente: Tomado de Teología del Cuerpo de Juan Pablo II


Reflexión: ¿Qué significa: “mantener nuestro cuerpo en santidad y respeto”? ¿Qué significa que la pureza es una capacidad, una actitud? ¿Qué implica subordinar la libertad al amor?


Texto preparado y distribuido por los esposos Maria Carolina Ochoa y Germán Gutiérrez




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