top of page
Buscar
  • Teología del amor

16. El engaño del corazón


Cuando Cristo, en el sermón de la montaña, pronuncia las palabras: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás, e inmediatamente añade: Pero yo os digo...», está claro que quiere reconstruir en la conciencia de sus oyentes el significado ético propio de este mandamiento.


El adulterio indica el acto mediante el cual un hombre y una mujer, que no son esposos, forman «una sola carne». El adulterio es pecado porque constituye la ruptura de la alianza personal del hombre y de la mujer. La unión corpórea es el signo de la comunión de las personas, en calidad de cónyuges, es su derecho (bilateral). El adulterio no sólo es la violación de este derecho, que es exclusivo del otro cónyuge, sino que al mismo tiempo es una radical falsificación del signo. Solamente puede cometer «adulterio en el corazón» el hombre que es sujeto potencial del «adulterio en la carne». Si en virtud del matrimonio tiene el derecho de «unirse con su esposa», de modo que «los dos serán una sola carne» este acto nunca puede ser llamado «adulterio» análogamente no puede ser definido «adulterio cometido en él corazón» el acto interior del «deseo» del que trata el sermón de la montaña cuando este se da en el marco del matrimonio. Sin embargo, este adulterio «en el corazón» puede cometerlo también el hombre con relación a su propia esposa, si la trata solamente como objeto de satisfacción del instinto.


La pasión, originada por la concupiscencia carnal, sofoca en el «corazón» la voz más profunda de la conciencia, el sentido de responsabilidad ante Dios. Al sofocar la voz de la conciencia, la pasión trae consigo inquietud en el cuerpo y en los sentidos ya que la satisfacción del hombre dominado por la pasión no alcanza las fuentes de la paz interior si no que se queda en el nivel más exterior del individuo. El hombre, cuya voluntad está empeñada en satisfacer los sentidos, no encuentra sosiego, ni se encuentra a sí mismo, sino, al contrario, «se consume».


Cuando el hombre interior ha sido reducido al silencio, la pasión se manifiesta como tendencia insistente a la satisfacción de los sentidos y del cuerpo; por esto embota la actividad reflexiva y desatiende la voz de la conciencia; así, sin tener en sí principio alguno indestructible, «se desgasta». Es verdad que donde la pasión se inserte en el conjunto de las más profundas energías del espíritu, ella puede convertirse en fuerza creadora; pero en este caso debe sufrir una transformación radical.


El significado bíblico (por lo tanto, también teológico) del «deseo» es diverso del puramente psicológico. El psicólogo describirá el «deseo» como una orientación intensa hacia el objeto, a causa de su valor peculiar, en este caso, su valor «sexual». Por su parte, la descripción bíblica, sin infravalorar el aspecto psicológico, pone de relieve sobre todo el ético, dado que es un valor que queda lesionado. El «deseo», es el engaño del corazón humano en relación a la perenne llamada del hombre y de la mujer -una llamada que fue revelada en el misterio mismo de la creación- a la comunión a través de un don recíproco. La perenne atracción recíproca por parte del hombre hacia la feminidad y por parte de la mujer hacia la masculinidad, es una invitación por medio del cuerpo, pero no es el deseo en el sentido de las palabras de Mateo 5, 27-28. El «deseo», con relación a la originaria atracción recíproca de la masculinidad y de la feminidad, representa una «reducción intencional», una restricción que cierra el horizonte de la mente y del corazón. En efecto, una cosa es tener conciencia de que el valor del sexo forma parte de toda la riqueza de valores, con los que el ser femenino se presenta al varón, y otra cosa es «reducir» la riqueza personal de la feminidad a ese único valor, es decir, al sexo, como objeto idóneo para la satisfacción de la propia sexualidad. La mujer, para el hombre que «mira» así, deja de existir como sujeto de la eterna atracción y comienza a ser solamente objeto de concupiscencia carnal. A esto va unido el profundo alejamiento interno del significado esponsalicio del cuerpo. El mismo razonamiento se puede hacer con relación a lo que es la masculinidad para la mujer. Esta reducción intencional puede verificarse, según las palabras de Cristo (Mt 5, 27-28), ya en el ámbito de la «mirada».


El deseo ciertamente hace que, en el interior, esto es, en el «corazón», se ofusque el significado del cuerpo, propio de la persona. La feminidad deja de ser así para la masculinidad sobre todo sujeto; deja de ser un lenguaje específico del espíritu; pierde el carácter de signo. Deja de llevar en sí el estupendo significado esponsalicio del cuerpo y en virtud de la propia intencionalidad tiende directamente a un fin exclusivo: a satisfacer solamente la necesidad sexual del cuerpo, como objeto propio.


Fuente: Tomado de Teología del Cuerpo de Juan Pablo II


Reflexión: ¿Está mi hombre interior reducido al silencio? ¿Permito que la pasión acalle la voz de mi conciencia?


Texto preparado y distribuido por los esposos Maria Carolina Ochoa y Germán Gutiérrez



34 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo
bottom of page