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  • Teología del amor

13. Lo que procede del Padre y lo que procede del mundo


La doctrina bíblica sobre la triple concupiscencia se encuentra en la primera Carta de San Juan 2, 16-17: «Todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre». «Procede del mundo», no como fruto del misterio de la creación, sino como fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal (Gen 2, 17), es decir, como consecuencia de la ruptura de la primera Alianza con el Creador, que se rompió en el corazón del hombre. La bondad del «mundo» creado por Dios para el hombre, la hemos leído en Gen 1: «Vio Dios que era bueno... era muy bueno». Sólo como consecuencia del pecado, como fruto de la ruptura de la Alianza con Dios en lo íntimo del hombre, el «mundo» de que habla el libro del Génesis se ha convertido en el «mundo» de las palabras de San Juan (1, 2, 15-16): lugar y fuente de concupiscencia.


La descripción bíblica en la que el hombre toma el fruto del «árbol de la ciencia del bien y del mal» pone en evidencia el momento clave, en que en el corazón del hombre se puso en duda el don y el amor de quien hizo la creación como donación. Al comer del fruto, el hombre hace una opción fundamental y la realiza contra la voluntad del Creador aceptando la motivación que le sugiere el tentador: «No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis, se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal». Al poner en duda, dentro de su corazón, el significado más profundo de la donación, esto es, el amor como motivo específico de la creación y de la Alianza originaria (especialmente Gen 3, 5), el hombre vuelve la espalda al Dios-Amor, al «Padre», lo rechaza de su corazón y así, queda en él lo que «viene del mundo»


La vergüenza expresada en Génesis 3, 7 en conexión con el pecado es la primera manifestación en el hombre de lo que «no viene del Padre, sino del mundo». La necesidad de ocultarse ante el «otro» demuestra la falta fundamental de seguridad, lo que de por sí indica el derrumbamiento de la relación originaria «de comunión». La necesidad de esconderse ante Dios indica que en lo profundo de la vergüenza existe un sentido de miedo frente a Dios cuya causa la señala Dios mismo cuando dice: «¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol de que te prohibí comer?» (Gen 3, 11). La explicación de la vergüenza no se busca en el cuerpo mismo ni en la sexualidad de ambos, sino que se remonta a las transformaciones más profundas sufridas por el espíritu humano. El hombre y la mujer, a través de la vergüenza, permanecen casi en el estado de la inocencia originaria. En efecto, continuamente toman conciencia del significado esponsalicio del cuerpo y tienden a protegerlo de la concupiscencia.


La «desnudez» no tiene sólo un significado literal, no se refiere solamente al cuerpo, a través de la «desnudez», se manifiesta el hombre privado de la participación del don, privado, según la enseñanza teológica de la Iglesia, de los dones sobrenaturales y preternaturales, que formaban parte de su «dotación» antes del pecado; además, sufrió un daño en lo que pertenece a la misma naturaleza, a la humanidad en su plenitud originaria «de la imagen de Dios». En el estado de inocencia originaria, la desnudez, no expresaba carencia, sino que representaba la plena aceptación del cuerpo en toda su verdad humana y personal. El cuerpo humano era desde el principio, mediante su masculinidad y feminidad, un componente de la donación recíproca en la comunión de las personas y llevaba en sí, un indudable signo de la «imagen de Dios».


Con el pecado, el hombre pierde su participación de la visión divina del mundo y de la propia humanidad que le daba profunda paz y alegría al vivir la verdad y el valor del propio cuerpo. Se descubre una cierta fractura en el interior de la persona humana, como una ruptura de la originaria unidad espiritual y física del hombre. Este se da cuenta por vez primera que su cuerpo ha dejado de sacar la fuerza del Espíritu, que lo elevaba al nivel de la imagen de Dios y se presenta un desorden íntimo tanto en su «yo» personal, como en la relación entre hombre y mujer. La contradicción acompañará al hombre «histórico» en todo su camino terreno, como escribe San Pablo: «Porque me deleito en la ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente» (Rom 7, 22-23).


La concupiscencia, es una amenaza específica a la estructura del autodominio de la persona ya que el hombre de la concupiscencia no domina el propio cuerpo con igual sencillez y «naturalidad», como lo hacía el hombre de la inocencia originaria. Especialmente en lo que se refiere a su sexualidad, y que está directamente unido con la llamada a esa unidad, en la que el hombre y la mujer «serán una sola carne» (Gen 2, 24). La concupiscencia, comporta una limitación del significado esponsalicio del cuerpo mismo.


El nacimiento del pudor nos orienta hacia ese momento, en el que el hombre cerrándose a lo que «viene del Padre», se abre a lo que «procede del mundo». El pudor sexual, del que trata el Génesis 3, 7, atestigua la pérdida de la certeza originaria de que el cuerpo humano, a través de su masculinidad y feminidad, sea para la comunión de las personas y sirva así también para mostrar la «imagen de Dios» en el mundo visible. El pudor tiene un doble significado: indica la amenaza del valor y al mismo tiempo protege interiormente este valor.


Fuente: Tomado de Teología del Cuerpo de Juan Pablo II


Reflexión: ¿En las opciones que hago a diario en mi vida, tengo en cuenta la voluntad del creador? ¿Entiendo la voluntad de Dios como lo mejor para mi vida o la veo como un obstáculo para mis planes?


Texto preparado y distribuido por los esposos Maria Carolina Ochoa y Germán Gutiérrez




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